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La plaga danzante de 1518 en Estrasburgo: cuando bailar fue una emergencia pública

La plaga danzante de 1518 en Estrasburgo: cuando bailar fue una emergencia pública

En pleno verano de 1518, una mujer salió a una calle de Estrasburgo y comenzó a bailar. No había música. No había fiesta. No era una procesión. Simplemente bailaba, de día y de noche, sin descanso. A los pocos días, decenas de personas la imitaban; para finales de mes, los cronistas hablaban de cientos de bailarines agotados, con los pies sangrando, algunos desplomados por el cansancio y el calor. La ciudad, gobernada por el Concejo, se encontró ante un fenómeno tan insólito como inquietante: una epidemia de baile que hoy conocemos como la “plaga danzante” de 1518.

No fue un caso aislado en la Europa tardo-medieval; ya había antecedentes de “manías danzantes” (o St. Vitus/John’s dance) en los siglos XIV y XV. Pero la de Estrasburgo destaca por la claridad de los registros, la escala del evento y la reacción de las autoridades. Es un ejemplo fascinante de cómo, ante un problema sanitario y social incomprensible, una ciudad renacentista intentó aplicar soluciones basadas en la medicina y la mentalidad de su época.

El primer paso: Frau Troffea y la chispa que encendió el verano

Los relatos coinciden en una mujer —a menudo identificada como Frau Troffea— que inició un baile frenético a mediados de julio. Durante varios días se movió sin descanso aparente. Vecinos curiosos primero, inquietos después, la observaron mientras su estado físico se deterioraba. En una sociedad acostumbrada a procesiones, flagelantes y devociones públicas, ver a alguien “poseído” por el movimiento no resultaba del todo inaudito. Lo alarmante fue la propagación: a la semana, otros se habían unido; hacia finales de julio y principios de agosto, el número se contaba por decenas o cientos, según la fuente.

Los bailarines no parecían divertirse. Muchos suplicaban ayuda, lloraban, gritaban de dolor y, sin embargo, no podían parar. El calor veraniego del Rin, la deshidratación y las jornadas sin sueño crearon un escenario de auténtica emergencia. Se reportaron desmayos, lesiones y posiblemente muertes por agotamiento, aunque las cifras exactas —como suele ocurrir en crónicas de la época— son imprecisas.

Qué pensaban que estaba ocurriendo

Para entender la respuesta, hay que entrar en la mentalidad de principios del XVI. Se manejaban tres marcos explicativos superpuestos:

  1. Religioso-moral: la danza incontrolable se interpretó en ocasiones como castigo divino o “maldición de San Vito/San Juan”. La solución pasaba por peregrinaciones, reliquias y exorcismos.
  2. Médico-humoral: en la tradición galénica, el “exceso” de ciertos humores (como la bilis) podía generar estados de excitación. La terapia: sangrías, baños y prescripciones dietéticas para “enfriar” o “equilibrar”.
  3. Astrológico-ambiental: alineaciones planetarias, vapores miasmáticos y el clima eran considerados detonantes plausibles de comportamientos colectivos extraños.

Ninguno por sí solo explicaba la rapidez del contagio social, pero juntos bastaron para legitimar acciones del Concejo: regular la conducta y cuidar el cuerpo de los afectados.

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Las decisiones del Concejo: más música… para que pararan

La reacción del gobierno municipal fue sorprendente y polémica. Primero, intentó aislar a los bailarines y llevarlos a capillas buscando intercesión. Luego, aconsejados por médicos locales, resolvieron algo contraintuitivo: proveer música. Se pensó que, si se les permitía “bailar la enfermedad” bajo control, podrían purgar la manía y agotarse de forma segura, con músicos profesionales marcando el ritmo para evitar movimientos erráticos y peligrosos.

Se contrataron tamborileros y violinistas, se habilitaron espacios e incluso se levantaron plataformas para contener a la multitud. Leído con ojos modernos, suena absurdo; sin embargo, encajaba con la visión humoral: facilitar el “catarro” del exceso hasta su resolución. El experimento duró poco. La música atrajo curiosos y nuevos participantes; el fenómeno creció. En cuestión de días, la ciudad dio un giro radical: prohibió la música y el baile en calles y salones, salvo bodas. El Concejo ordenó trasladar a los afectados a un santuario dedicado a San Vito, fuera de la ciudad, donde se practicaron rituales y se impusieron zapatos bendecidos para “calmar” los pies.

Qué pudo causar la plaga: hipótesis modernas

Los historiadores y epidemiólogos han barajado varias explicaciones. Ninguna es concluyente, pero el cruce de factores ayuda a entender por qué 1518 fue el caldo de cultivo perfecto.

Ergotismo (cornezuelo del centeno)
El hongo Claviceps purpurea contamina cereales y puede provocar convulsiones, alucinaciones y vasoconstricción. La región del Rin había sufrido humedades y malas cosechas; el pan contaminado es una posibilidad. Objeción: el ergot suele causar espasmos dolorosos y gangrena, no maratones de baile coordinado durante semanas. Además, el fenómeno afectó de forma selectiva y “coreográfica”, algo que el cornezuelo no explica bien.

Trastorno psicógeno masivo (histeria colectiva)
En contextos de estrés extremo —hambre, enfermedades, cargas fiscales, miedos milenaristas— es más probable la aparición de episodios psicógenos. 1518 fue un año duro: malas cosechas, tensiones religiosas pre-Reforma, miedo a castigos divinos y a brotes de peste. La danza, como lenguaje corporal compartido y culturalmente legible, habría sido la “salida” física a un trauma compartido. Esta hipótesis explica la contagiosidad social, la selectividad por barrios y el hecho de que algunas personas parecían querer detenerse y no podían, atrapadas por un bucle de sugestión, dolor y expectativas.

Rituales y prohibiciones
La zona del Alto Rin tenía una tradición de bailes devocionales vinculados a San Vito y a festividades locales. Las prohibiciones cívicas recientes —contra bailes “escandalosos”— pudieron reprimir una práctica social extendida. Cuando estalló el episodio, la mezcla de deseo reprimido, fervor y miedo pudo amplificar la respuesta.

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Explicaciones mixtas
Nada impide una confluencia: un grupo inicial con problemas neurológicos/psicológicos, seguido de una ola mayor de naturaleza psicógena; todo ello agravado por calor, deshidratación, música oficial y la famosa “profecía autocumplida” de las crónicas.

Un buen repaso divulgativo de los casos medievales de manías danzantes puede leerse en Britannica, y hay tratamientos panorámicos accesibles y bien documentados —incluida la epidemia de 1518— en piezas de Smithsonian Magazine, útiles para contrastar hipótesis culturales y médicas sin caer en el sensacionalismo (smithsonianmag.com). Para quien prefiera explorar fuentes visuales, la colección digital de Wellcome Collection conserva grabados y textos médicos de época relacionados con las “danzas de San Vito”, que ayudan a entender el marco mental del siglo XVI (wellcomecollection.org).

Qué nos enseña 1518 sobre salud pública y comunicación

El episodio es un espejo de dilemas contemporáneos:

  1. Mensajes oficiales que alimentan el fenómeno
    La decisión inicial de añadir música y escenarios amplificó la visibilidad del evento y, probablemente, su contagio social. Hoy hablaríamos de efecto llamada: a veces, la intervención bienintencionada normaliza la conducta que se pretende reducir.
  2. Necesidad de un diagnóstico multidisciplinar
    Los médicos de 1518 actuaron con lo que tenían: teoría humoral y experiencia local. Faltó —y no podía existir aún— una mirada que integrara psicología, sociología y neurología. En fenómenos colectivos, el vector no es solo biológico; es cultural.
  3. Rituales y cuidado del cuerpo
    La fase final —llevar a los afectados a un santuario, retirar música, reducir estímulos y ofrecer descanso— probablemente ayudó a interrumpir la retroalimentación del episodio. Sin saberlo, los ediles aplicaron algo parecido a lo que hoy llamaríamos reducción de estímulos y contención.

El final del baile y el principio del mito

La plaga danzante se fue apagando a finales del verano, a medida que las prohibiciones surtían efecto, los bailarines eran sacados del centro urbano y el calor cedía. La memoria del suceso, sin embargo, creció con el tiempo. Algunos cronistas posteriores exageraron cifras de muertos; otros lo transformaron en anécdota moralizante. Como suele ocurrir con los episodios extraordinarios, el recuerdo se volvió mito fundacional: una advertencia sobre el pecado, una prueba del poder de los santos, una curiosidad para eruditos.

Para el historiador, el valor de 1518 está en su ambivalencia: es un suceso tan documentado como difícil de encajar en una sola categoría. ¿Fue una enfermedad? ¿Una performance colectiva forzada por el dolor social? ¿Una expresión cultural desbordada por el miedo y el calor? Quizá todo a la vez. Lo único seguro es que las ciudades son organismos sensibles: cuando el clima económico, espiritual y sanitario se tensan al límite, el malestar encuentra cauces visibles. En Estrasburgo, ese cauce fue el baile.

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El impulso es reír o reducirlo a “cosas de medievales”. Sería un error. La plaga danzante no es tanto una rareza como un recordatorio de que cuerpo y comunidad forman un sistema; las emociones se contagian, los cuerpos se sincronizan y las narrativas compartidas sostienen —o desatan— conductas. Cambian las formas (ya no bailamos hasta caer rendidos en la plaza por miedo a San Vito), pero persisten los pánicos morales, las burbujas de comportamiento y las reacciones políticas apresuradas.

Quinientos años después, el expediente de 1518 sigue abierto porque habla de nosotros: de cómo respondemos a lo que no entendemos, de cómo una ciudad intenta cuidar sin saber bien qué está cuidando, y de cómo una historia improbable puede convertirse en la mejor maestra de prudencia. Cuando la próxima vez oigas que “la gente se volvió loca”, recuerda a Frau Troffea: quizá solo estemos viendo, otra vez, un cuerpo social buscando salida al compás de su propio miedo.

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